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Cristina Sáez: «La microbiota intestinal influye en nuestro comportamiento»

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La periodista científica Cristina Sáez (Fotografia: Jordi Play)

La periodista científica Cristina Sáez (Fotografia: Jordi Play)

La periodista científica y autora del libro La ciencia de la microbiota explicó en la Universidad de Vic la conexión que hay entre intestino y cerebro y cómo una alteración de la población bacteriana del sistema digestivo está relacionada con trastornos y enfermedades

La población bacteriana del intestino influye en el bienestar emocional. La periodista científica y coautora del libro La ciencia de la microbiota, Cristina Sáez, explicó este miércoles 20 de marzo en la Universidad de Vic que «intestino y cerebro se comunican continuamente». Hoy en día, varios estudios avalan este hecho, pero nuestros antepasados ya intuían que estos dos órganos tenían una relación estrecha. Seguro que alguna vez habéis sentido las expresiones «sentir mariposas en el estómago o cagarse de miedo».

Sáez empezó la ponencia exponiendo un caso de intoxicación masiva que tuvo lugar en un pueblo de la provincia de Ontario (Canadá), donde hay muchas granjas y, por lo tanto, muchos purines. «Hubo una gran tormenta y muchas inundaciones, que provocaron que el sistema de agua potable de esta localidad acabara contaminado por dos bacterias: Escherichia coliCampylobacteri jejuni«, narró la periodista.

Al cabo de unos días, «miles de personas fueron diagnosticadas con gastroenteritis aguda, siete personas murieron y otras desarrollaron trastornos mentales, como ansiedad o depresión». La periodista añadió que, cinco años más tarde, «una de cada cinco personas» que habían sufrido la contaminación bacteriana tenían «enfermedad gastrointestinal crónica (intestino irritable, enfermedad de Crohn, colitis ulcerosa…) y, además, habían desarrollado depresión crónica». La experta en microbiota señaló que «muchas enfermedades gastrointestinales normalmente van acompañadas de enfermedad mental». Y lo mismo pasa al revés: «las personas que tienen una patología mental acostumbran a tener trastornos gastrointestinales».

Esto sucede porque «las bacterias intestinales modulan en gran medida nuestras emociones», apuntó Sáez. La primera persona que intuyó que el sistema digestivo y el cerebro tenían una conexión fue el médico francés Michael Gerhson, en 1986. Este científico «descubrió que en el intestino hay centenares de millones de neuronas», por lo que lo denominó segundo cerebro.

Las neuronas intestinales que observó Gerhson «son neuronas que sienten y secretan neurotransmisores muy importantes, como la serotonina, la dopamina o el ácido gammaaminobutírico (GABA)», que se encargan de regular el estado de ánimo, pero que, a diferencia de las neuronas del cerebro, «no piensan ni pueden tomar decisiones», destacó Sáez.

Establecimiento en el organismo

En el momento del parto, las madres transmiten las bacterias a la criatura y, durante la primera infancia, lo continúan haciendo a través de la lactancia. «La alimentación, así como el ambiente, o si bajo el mismo techo viven otras personas o mascotas, influyen en la formación de la microbiota» y, por eso, esta etapa de la vida es «crucial».

Cuando en la primera infancia el bebé tiene una infección bacteriana y se le administran demasiados antibióticos para tratarla, la microbiota puede sufrir una alteración. Hoy en día se ha descubierto que un desequilibrio de ésta en el inicio de la vida acostumbra a estar asociado a un «riesgo de sufrir enfermedades autoinmunes, como alergias, intolerancias, lupus… e incluso asma». Recientemente, se ha detectado que los bebés con mayor riesgo de asma presentaban unos niveles más bajos de cuatro bacterias (Faecalibacterium, Lachnospira, Veillonella, y Rothia) en sus excrementos, en comparación con el resto de niños.

Evolución de la microbiota intestinal a lo largo de la vida (Imagen: Biocodex Microbiota Institute)

La investigadora de la universidad de California, Elaine Hsiao, demostró incluso que hay una relación entre microbiota y autismo. «En 2011 ella era doctoranda y su estudio fue muy polémico», explicó Sáez. «En aquel momento había la hipótesis que si una madre sufría una infección durante el embarazo, se incrementaba el riesgo de que el bebé tuviera autismo», señaló Sáez.

El estudio consistió en provocar en las hembras de ratón una infección durante la gestación, y resultó que las crías nacían con TEA. «Estos ratones, como pasa en humanos con autismo, tenían problemas gastrointestinales y Hsiao los empezó a tratar con probióticos», dijo la periodista. Entonces, la científica observó que no solo mejoraban las intolerancias o ya no tenían estreñimiento, sino que «mejoraban los síntomas del autismo y, por ejemplo, los ratones se volvían más sociables».

Gracias a ella, Sáez destaca que enfermedades como el autismo «han dejado de considerarse solo neurológicas para pasar a considerarse sistémicas», puesto que la microbiota también está implicada. «Lo que todavía no se sabe es si el autismo empieza en la microbiota o ésta juega un papel muy importante, porque, en el caso del Alzheimer, por ejemplo, se cree que tienes que tener una predisposición genética y la enfermedad se genera cuando uno de estos genes específicos se inflama», concreta la escritora.

Por otro lado, las bacterias intestinales «son los entrenadores personales de nuestro sistema inmunitario», puesto que durante la primera infancia, «el sistema inmunitario tiene que aprender si un grano de polen es un patógeno o es una cosa inofensiva», explicó la escritora. Otra de las observaciones que se están llevando a cabo es que «tenemos muchos genes que se activan en un grado u otro en función de las bacterias del organismo».

Método de comunicación

La periodista científica comentó que «la autopista directa que tienen cerebro e intestino es el nervio vago» y que, cuando éste se elimina, se cortan las comunicaciones entre los dos órganos. «Se hablan a través de sustancias químicas, hormonas, neurotransmisores y metabolitos», pero en esta conversación también participan «los sistemas inmunitario y endocrino, el circulatorio y el linfático», añadió la escritora de La ciencia de la microbiota.

Comunicación entre intestino i cerebro a través del nervio vago (Imagen: Biocodex Microbiota Institute)

En esta comunicación constante, Saéz manifestó que hay una protagonista: la microbiota intestinal, que está formada «sobre todo por bacterias, pero también por hongos, virus, arqueas y protozoos». Actualmente, la mayoría de seres humanos tienen aproximadamente 1200 especies de bacterias y, a pesar de que podrían parecer muchas, no lo son. Se ha descubierto que los yanomami, personas de un grupo indígena de la Amazonia brasileña-venezolana, tienen 1600 especies de bacterias.

Una bacteria, una función

La pérdida de microbiota intestinal «es un drama» porque cada especie realiza una tarea concreta. «Los yanomami tienen bacterias que les protegen de enfermedades renales y otras que tienen una función antibiótica», describe Sáez. La extinción de estas especies tiene su origen en «el consumo excesivo de antibióticos y de ultraprocesados, uso de pesticidas, contaminación atmosférica, poca exposición a ambientes naturales alejados de las ciudades y utilización abusiva de productos de limpieza desinfectantes», describió Sáez.

Ante el descubrimiento de más diversidad de bacterias intestinales en poblaciones indígenas de Sudamèrica, pero también de África, varios científicos iniciaron «un proyecto que funciona como el Arca de Noé de las bacterias». Su objetivo es recuperar las bacterias que estos grupos aislados todavía tienen «para intentar, en un futuro, poderlas hacer crecer en un laboratorio y emplearlas para mejorar la salud de las personas».

Algunas bacterias del intestino, la mayoría de las cuales que se han estudiado se encuentran al colon, «sintetizan vitaminas que nosotros no podemos producir, así como neurotransmisores, que son hormonas clave en el bienestar emocional». Estas tareas pueden hacerlas gracias a la fibra que ingerimos a través de la comida. «Fermentan la fibra, producen ácidos grasos de cadena corta y hacen la glucosa, que es el alimento principal del cerebro», comentó Sáez.

Estudios sobre microbiota y comportamiento

En 2011, en diferentes países del mundo, se realizaron tres estudios con ratones para poder «estudiar que la microbiota intestinal influye en nuestro comportamiento». En el Instituto Karolinska, en Suecia, hicieron nacer y crecer ratones estériles (sin ningún germen en el cuerpo) y observaron que «les costaba socializar y eran mucho más temerarios que los ratones normales», indicó la periodista científica.

Pero, cuando a estos ratones los exponían a bacterias, veían que actuaban de manera normal. Durante tiempo, después de haber descubierto los antibióticos, la comunidad científica creía que un mundo sin bacterias sería un mundo mejor. «Intentaron probarlo con ratones, para demostrar que se convertirían en superratones, pero se dieron cuenta que se ponían enfermos a menudo, no socializaban y se morían antes», apuntó Sáez.

El segundo estudio se realizó en Canadá, en la Universidad de McMaster. Lo que hicieron es coger ratones de una raza valiente y ratones de una raza tímida y los criaron en condiciones de esterilidad. «Más adelante, les intercambiaron las heces, y se dieron cuenta que también cambiaba su comportamiento». Es decir, por primera vez se demostró que con el trasplante de heces entre individuos, «no solo cambiaban las bacterias que tenían, sino el comportamiento».

Trasplante de heces entre paciente sano y paciente enfermo (Imagen: Biocodex Microbiota Institute)

En la Universidad de Cork, en Irlanda, seleccionaron las mismas razas de ratones que habían escogido los investigadores de Canadá y, en vez de llevar a cabo un trasplante de heces, lo que hicieron es darles probióticos (Lactobacillus rhamnosus). «Comprobaron que también les cambiaba el comportamiento cuando les proporcionaban bacterias de comida», dijo la periodista. Además, a algunos de ellos les cortaron el nervio vago, y, por mucho que les suministraran probióticos, no cambiaba nada. «Demostraron que el comportamiento estaba asociado a la microbiota intestinal y que sin el nervio vago no hay relación entre intestino y cerebro», añadió Sáez.

Más adelante, uno de los científicos de Canadá, Premysil Bercik, llevó a cabo otro estudio con ratones. Esta vez, hacía que los roedores tuvieran «un trastorno comparable a la depresión en humanos» y los metía a una piscina. «Los ratones que no tenían microbiota intestinal, al poco rato, se ahogaban», señaló la periodista. Sin embargo, «cuando les repoblaba la microbiota, estaban el mismo tiempo intentando salvarse que los ratones que no tenían depresión». Actualmente, Sáez indica que ya hay psiquiatras «que tratan depresiones y ansiedades leves con probióticos en lugar de fármacos».

Fórmula idílica desconocida

Durante mucho de tiempo, los científicos han estado intentando averiguar «qué bacterias teníamos que tener y en qué cantidades para estar saludables». La periodista científica manifiesta que se dieron cuenta que conocer esto era «imposible», puesto que mientras que los seres humanos compartimos el 99,8% de nuestro ADN (y el 0,2% tiene que ver con las diferencias fenotípicas, como el color del cabello o la altura), «solo tenemos en común un tercio de la microbiota intestinal».

Lo que sí que se ha podido demostrar con los años y varios estudios, destacó Sáez, es que, para disfrutar de salud, la microbiota intestinal tiene que ser «diversa, estable y resiliente», ya que tiene que ser capaz de aguantar «agresiones externas, situaciones de estrés, épocas de mala alimentación o uso puntual de antibióticos».


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